Jacques Rivette: Textos críticos

L'art du présent: Splendor in the Grass (1961)

Director: Elia Kazan
Guión: William Inge
Fotografía: Boris Kaufman (Color, 35mm, 1:1,85)
Dirección artística: Richard Sylbert
Montaje: Gene Milford
Música: David Amram
Reparto: Natalie Wood, Warren Beatty, Pat Hingle, Audrey Christie, Barbara Loden, Zohra Lampert, Sandy Dennis, Phyllis Dillier, Gary Lockwood
Productora: Newtown Productions, NBI Productions (EE.UU.)
Distribuidora: Warner Bross.
Duración: 124 min.
Formato de proyección: 35mm

*Presentación: Hugo Obregón 

El arte del presente  (L'art du présent)

El tema de las dos últimas películas de Elia Kazan es el tiempo. No una idea abstracta del mismo, sino este tiempo cotidiano que los hombres deben vivir día tras día. Wild River está construida enteramente sobre uno de los temas clave del cine, el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo: en paralelo a las epopeyas de Eisenstein y Dovjenko, aquí tenemos una meditación pragmática totalmente estadounidense. Pero en lugar de confrontar dos momentos, dos estadios de la duración, Esplendor en la hierba se propone describir el mismísimo trabajo del tiempo, la oscura degradación y metamorfosis que convierte en dos extraños a una pareja de enamorados, que hace de un magnate un hombre acosado, de un país estable un pueblo a la deriva, de una moral establecida una moral obsoleta. El colapso, o la transformación, de los valores, de todos los valores, ése es el eje de una película cuyas diversas voces se unen bajo el denominador común de la idea de crisis.

Si no cabe duda de que Kazan nunca ha puesto en escena cada uno de los planos con más refinamiento, cada segundo cristalizado amorosamente en sí mismo y alrededor de un núcleo secreto, es porque el arte del cineasta está aquí precisamente dentro de esta dialéctica del instante y la duración; las galas sensuales e impresionistas no tienen tanto valor por sí mismas como en su incesante modificación, que se amplifica a sí misma por esta apariencia resistente y permanente de la belleza. La precisión de los lugares y tiempos, la caracterización casi maníaca de cada personaje, son expresiones de la misma voluntad: lo que se busca aquí es una mezcla de lo individual y lo colectivo, de lo social y lo psicológico, de materia y ensoñación, que es el arte mismo de Chejov; ninguno de los elementos se mezcla con los demás, cada uno está vinculado y se refiere a todos. Surge entonces un universo, una totalidad, un mundo cerrado por la recíproca necesidad de sus partes, pero abierto al mismo tiempo, exacto, y por tanto alegórico de cualquier complejidad social u orgánica, y espejo de ello. Donde la arbitrariedad suprime y dispersa, la lógica y la necesidad liberan.

Finalmente, todo pasa por lo físico: el cuerpo siempre está ahí, con sus enfermedades, sus instintos, su sustento; y todos los objetos alrededor, y el marco, el decorado con el hombre: todos, se diría, en el mismo plano. Porque el hombre es también totalidad, y son totalidades lo real y la sociedad que lo rodean. “Mi crimen es haber dividido”, dijo el Fauno; ése es el tema de esta película que opone, a las visiones mutiladas, familiares o accidentadas del corpore sano, una crítica (y al mismo tiempo la explicación) del fenómeno: es decir, el puritanismo. Lo que es ante todo ruptura, juicio y privilegio.

Cine médico porque su tema es el cuerpo, psiquiátrico porque su tema es la mente, quirúrgico porque su tema es el alma. Una película que hiere y secciona sin anestesia, pero que se desarrolla enteramente bajo el signo del agua, el río, la presa y la cascada: corriente irresistible de las fuerzas naturales, pero también flujo victorioso sobre todas las apariencias. “Mira, es lo mismo”, exclama el padre de Bud en el club nocturno; pero no, no lo es, no puede ser igual y cada ser es insustituible, y ni siquiera Deanie Loomis es la misma, porque cada uno de sus momentos es igual de irremplazable; y cada plano se repliega en su propia verdad. ¿Qué mejor arte que el de los veinticuatro por segundo podría por lo tanto transmitir y dar fuerza a esta crítica absoluta de la noción de identidad?

No hay nada más que el presente, pero hay que desearlo y comprenderlo. ¿Es resignación? No lo creo, porque también debemos construir este presente y habitarlo, y después este otro presente, lo que es precisamente el progreso. Obra, por supuesto, más descriptiva que crítica: toda descripción lúcida contiene un juicio. Al final de lo cual,  los héroes son devueltos al tiempo.

Película que hay que volver a ver, como cualquier película sobre el tiempo. Desprovista de todo chantaje, ofreciendo hechos, sin imponer su significado o moralidad, Esplendor es una de esas raras obras donde se hace un camino, donde, entre la primera y la última imagen, el mundo se ha movido: la anti-Isla desnuda (1). Todas las grandes películas son crónicas. Y toda progresión dramática da paso aquí al orden de la simple sucesión temporal. Sólo ciertos personajes, precisamente los que se oponen y rechazan, son “dramáticos”, incluso a veces teatrales, pero es porque sus ideas reinan sobre ellos como sobre un escenario; finalmente quedarán deshechos, rotos, devueltos a la simplicidad.. Y la “caracterización” no es estilización, o creación de tipos, sino la búsqueda cuidadosa y paciente de lo que perdura en un ser y de lo que en él es sólo pasajero, instantáneo, transitorio: desvelamiento de su curva y de su devenir, que solo pueden ser captados por astillas y esquirlas de tiempo. Pero el fragmento, ineludible, es aquí el signo del todo; la célula serial contiene todas las posibilidades de la obra; el canto profundo sólo puede nacer de estos desechos o briznas de polvo. Una construcción rota, entrecortada, donde el conflicto de elementos dramáticos tradicionales y de estructuras libres -cuyo rigor es más secreto y su apariencia improvisada- es la imagen reflejada del tema; construcción que parece ser la misma obra del tiempo; paso, decisivo, hacia este cine definitivamente atonal que anuncian todas las grandes obras de hoy.

Jacques Rivette
Cahiers du cinéma nº 132, junio de 1962.

(1) Película de Kaneto Shindo, 1960.

Traducción del texto: José Luis Torrelavega, Javier Oliva y Óscar Oliva