Cineinfinito #62: Ingmar Bergman

CINEINFINITO / Filmoteca de Cantabria
Miercoles 12 de Septiembre de 2018, 20:00h. Filmoteca de Cantabria
Calle Bonifaz, 6
39003 Santander

Programa:

Persona (1966). 35mm, b/n, sonido, 85 min

Formato de proyección: DCP

(Agradecimiento especial a la Filmoteca de Cantabria)

Ingmar Bergman (Uppsala, 1918 – Isla de Faro, Suecia, 2007) fue un cineasta sueco. Hijo de un estricto pastor protestante, Ingmar Bergman cursó estudios en la Universidad de Estocolmo y obtuvo la licenciatura en literatura e historia del arte con una tesis sobre el dramaturgo August Strindberg. Hasta 1942 dirigió el teatro universitario y, posteriormente, fue ayudante de dirección del Gran Teatro Dramático de Estocolmo. En 1943, la productora Svensk Filmindustri (SF) lo contrató para el departamento de guiones.

Un año más tarde, la misma empresa produjo una película a partir de su novela corta Tortura, que dirigió Alf Sjöberg. Entre 1944 y 1955 fue responsable artístico del teatro municipal de Helsingborg, etapa en la que también dirigiría su primera película, Crisis (1946), producida por la SF, y realizó una serie de adaptaciones para el productor independiente Lorens Malmstedt, en las cuales aparecen ya sus preocupaciones existencialistas y que merecieron cierto reconocimiento entre el público y la crítica de su país.

Sin embargo, hasta la aparición de la comedia Sonrisas de una noche de verano, el nombre de Bergman no empezó a ser internacionalmente conocido. El éxito que alcanzó esta película en el Festival de Cannes de 1956 lo convirtió en el autor de moda dentro del cine europeo, y ello propició que se recuperaran numerosos filmes anteriores suyos.

El cine de Bergman recoge la influencia formal del expresionismo y de la tradición sueca, en especial la de Victor Sjöström, y destaca por su gran sentido plástico, casi pictórico, y el aprovechamiento de las posibilidades del blanco y negro. Sus filmes giran en torno de una serie de constantes temáticas, en especial la muerte y el amor, marcadas por las preocupaciones existencialistas y religiosas del autor, y abordadas con un tono metafísico y una densidad de diálogos motivada por sus inicios en el teatro.

En el amplio conjunto de su obra ha escrito, producido y dirigido películas que abarcan desde la comedia ligera al drama psicológico o filosófico más profundo. En sus comedias, el contenido sexual está en mayor o menor medida presente, si bien tratado con extremo lirismo. La película más emblemática dentro de su filmografía por su gran repercusión entre el público y la crítica es El séptimo sello (1956), una lúgubre alegoría que indaga en la relación del hombre con Dios y la muerte, para la cual empleó recursos narrativos basados en la iconografía cristiana, aunque incorporando audacias personales de gran eficacia. Su virtuosismo técnico se hace evidente en Fresas salvajes (1957), recreación de su propia infancia para la que utilizó una estructura de narraciones superpuestas.

La posición de Bergman como director se consolidó plenamente a lo largo de la década de 1960. La obra más representativa de esta etapa es quizá Persona(1966), donde destacan las simetrías compositivas, los primerísimos planos y el empleo evocador del sonido y la música. Bergman continuó explorando en esta película el alma humana, su incapacidad para la comunicación, para sentir y recibir amor. Los setenta son ya años de pleno reconocimiento internacional para el director, en que los éxitos y los premios se suceden: Cannes, Hollywood, Venecia, Berlín… Su dedicación al cine no le impidió, sin embargo, continuar trabajando para el teatro y la televisión.

En 1976 abandonó su país por problemas fiscales y se instaló en Munich, donde creó su propia productora. De estos años data su película más encantadora y vital, Fanny y Alexander (1982), de la que el mismo autor comentó: «Por fin quiero dar forma a la alegría que, a pesar de todo, llevo dentro de mí y a la que tan rara vez y tan vagamente doy vida en mi trabajo.» Posteriormente Bergman publicó sus memorias en dos volúmenes, Linterna mágica (1988) e Imágenes (1990), y escribió guiones cinegrafográficos para otros directores, entre otros su hijo Daniel.

***

“No soy aquél que creen que soy. No soy, tampoco, aquél que creo ser. Cuando alguien cree saber quién es, sabe en realidad muy bien que no lo sabe. Pero, si el público cree saber que sabe quién es uno, debemos dejarle creer que lo sabe; pues, si no les dejamos saber aquello que creen saber, todo el mundo estaría decepcionado y contrariado. Que la gente continúe entonces creyendo que pego a mis actores, o bien por el contrario que los dirijo con dulzura. Lo que pienso de mi mismo no tiene, en el fondo, ninguna importancia, puesto que, de todas maneras, han tomado la costumbre de considerarme como un bicho raro… Nunca he tenido necesidad de aburguesarme. Siempre he sido burgués, conservador, reaccionario, y todo lo que queráis, por otro lado, si eso os gusta… Es precisamente porque soy burgués que amo el circo, con sus caravanas y su carpa. Llevo barba como símbolo. Y me afeito como símbolo también. Hay en mí un actor abortado, y que se maquilla de forma diferente según las circunstancias. A veces mejor, a veces peor. De todas maneras una barba no es más que una mala máscara; y se oculta probablemente mucho mejor con un rostro recién afeitado…” –Cahiers de cinéma. N. 85 (julio 1958).


Persona (1966)

Persona por Raymond Bellour:

Hay una imagen famosa en Persona (Bergman, 1966): un niño con el torso desnudo estira el brazo como para tocar, en vano, un rostro de mujer. Lo singular de este rostro, cuyos rasgos aparecen en un gran primer plano que sobresale apenas del fondo de color blanco lechoso, es que parece al mismo tiempo muy próximo y muy distante, inmóvil y sin embargo animado por un tipo de movimiento indefinible. Finalmente cambia, como si no fuera la misma mujer la que el niño trata de alcanzar al principio y al final del plano. Una mirada más atenta, que anticipe el resto de la película, discernirá que las dos protagonistas de la película se presentan aquí una después de la otra, escogidas ambas por la similitud latente de sus rasgos. Muy probablemente, se trata de dos fotografías o fotogramas bajo un cristal, lo que explicaría el efecto de fijeza. Pero un fundido encadenado muy lento reafirma el paso de una imagen a otra, produciendo un casi-movimiento, acentuado por los cambios de enfoque. Todo esto adscribe la extraña impresión de movimiento detenido al único sujeto que realmente se mueve en la imagen, y así a su espectador.

Es fácil ver en esta imagen una ilustración (pero obviamente es la teoría la que ilustra la película) de la interpretación de Jean-Louis Baudry sobre la potencia definitiva del medio cinematográfico. Su efecto se deriva del hecho de que produce una representación que oscila entre alucinación y percepción; y, como en los sueños (cuyos deseos se renuevan en la película) esta representación reproduce para el niño el placer satisfecho (aunque también el drama de su pérdida) experimentado en relación con el cuerpo de la madre (en particular en la lactancia, en la que la “pantalla soñada”, transformada en una pantalla de cine, reproduce la imagen).

Esto no significaría nada (o significaría muy poco) si este plano no viniera al final de un conjunto sumamente llamativo de imágenes que precede a los títulos de crédito, sin relación aparente con la película: una serie acelerada de representaciones obsesivas, que en su mayor parte suponen una descomposición física e histórica del medio cinematográfico. Esta serie alude al mecanismo de una (o varias) proyección(es), así como al mecanismo de las imágenes que las componen. Están caracterizadas por dos rasgos importantes. Por una parte, la oscilación entre una imagen en movimiento y una imagen detenida: puede tratarse de una simple representación paralizada, o de una verdadera imagen congelada (como esa imagen invertida de dibujos animados que procede de los primeros días del cine). También, por otra parte, aparece la muerte como un motivo ligero: por ejemplo, en las escenas de persecución de un sketch de una película “primitiva”. Pero de todas formas ni la vida ni la muerte son seguras, no más que la imagen inmóvil (o inmovilizada) y la imagen en movimiento. Tomemos como ejemplo la cabeza invertida de una mujer cuyos ojos cerrados se abren, por una fracción de segundo, mirando fijamente al espectador, haciendo que la percepción se convierta en alucinación. A partir de todo esto resulta claro que el plano del niño de las mujeres (en el sentido en que se dice “La virgen de las rocas”) es de hecho la síntesis viva del mecanismo cinematográfico cautivado por la muerte, y en particular por su propia muerte.

Nuevamente esto no sería suficiente si la fantasía del niño no se proyectara a través de la narración (de la que está físicamente ausente) de la forma más adecuada para lidiar con su apariencia: una fotografía hecha pedazos por su madre, que lanza la fantasía de entrada múltiple que se desarrolla a lo largo de la película. Esto resulta claro al final, cuando las dos mujeres, cara a cara, interpretan la misma escena dos veces, y una vez más sus rostros se entremezclan y las dos mitades separadas de la fotografía rasgada se unen. Esta fantasía sugiere que la madre siente un deseo reprimido por su hijo que no puede aceptar, ni durante el embarazo ni después de su nacimiento. Este deseo frustrado es como un eco del deseo imposible del niño por la madre y la mujer, simbolizado en el inicio de la película. Esta alternancia entre las dos mujeres afecta también a la segunda protagonista. La larga historia que Bibi Anderson relata a Liv Ullman se centra en dos imágenes-instantes que están dispersas y elididas: su placer sexual (en la pequeña orgía en la playa y con su novio) y su aborto. Entre estos dos deseos que se cruzan a través de imágenes inverosímiles toma forma el deseo del sujeto (director y espectador) por la obra: la película seccionada, fracturada, hecha trizas, atormentada por su naturaleza, su historia y su prehistoria.

Porque hay una segunda fotografía en la película: la imagen (emblemática y bien conocida) de un niño judío con la mirada atormentada, las manos alzadas, solo en medio de la multitud en el andén de una estación de tren. La fotografía aparece vista en detalle, fragmentada y trabajada interminablemente por la cámara, como si buscara un secreto imposible de precisar. Este horror es comparable al de la imagen de televisión transmitida en directo que muestra a un monje budista que se incinera a sí mismo, una imagen que fascina a la protagonista que ha perdido el habla en su habitación del hospital. Entre estas dos imágenes el cine se quema y renace (en el mismo inicio de los pre-créditos la luz surge entre los dos electrodos de un arco eléctrico): he aquí el cine de la posguerra, en el que el movimiento ya no está más garantizado que el lenguaje, amenazados por una parálisis que en cualquier momento puede condenarlos a la detención.

–Raymond Bellour / Traducción del texto por Javier Oliva

Este texto es la segunda parte de un ensayo más extenso titulado “La interrupción, el instante”, que discurre en torno a “la interrupción del movimiento, el instante con frecuencia único, fugitivo y sin embargo tal vez decisivo en el que el cine parece luchar contra su propio principio, si este se define como imagen-movimiento (…) Mi pregunta puede reformularse: ¿qué sucede en la película cuando la instantánea se convierte a la vez en la pose y la pausa? (…) No el fotograma extraído de la película, o doblando utópicamente lo que la película dice, como lo vio Barthes, sino el fotograma que surge de la fotografía, la prueba fehaciente de lo fotográfico inmerso en la película, forzándose a sí misma hacia el significado y el hilo de su historia. Esto significa también preguntar: ¿qué clase de instantes implica la interrupción del movimiento? ¿Con qué clase de instantes se relaciona?” Esta traducción está hecha a partir de la versión inglesa de Alison Rowe y Elisabeth Lyon.

There is a famous image in Persona (Bergman, 1966): a bare-chested youth reaches out, as if in vain, to touch a woman’s face. What is singular about this face, whose features seen in an extreme close-up barely stand out from a milky white background, is that it appears at the same time very close and very far away, still and yet animated with a type of movement that is difficult to pinpoint. It finally changes, as if this wasn’t really the same woman that the youth was trying to reach at the beginning and at the end of the shot. A closer look, one that anticipates the rest of the film, will discern that the film’s two heroines are presented here one after the other, both chosen because of a latent similarity in their features.

Most likely, there are two photographs or photograms kept under glass, which would explain the effect of fixity. But a very slow dissolve assures the passage from one image to the other, producing

a near-movement, accentuated by the variations from blurred to focus. All of this ascribes the strange impression of fixed movement to the only subject who really does move in the image, and thus to its spectator.

It is easy to see in this image an illustration (but it is obviously the theory that illustrates the film) of Jean-Louis Baudry’s interpretation of the ultimate power of the cinematic apparatus. Its effect comes from the fact that it produces a representation that oscillates between hallucination and perception; and, as in dreams (whose desires are re-newed in film) this representation reproduces

for the child the pleasure of satisfaction (but also the drama of its loss) experienced in the relation with the maternal body (in particular in the activity of nursing, where the “dream screen” turned into a film screen reproduces the image).

This would not mean much (or would mean very little) if this shot did not come at the end of a particularly striking set of pre-credits, which have no apparent relation to the film and are composed of an extremely rapid series of obsessional representations, themselves centered for the most part on a physical and historical decomposition of the apparatus of cinema. It concerns the mechanisms of a (or several) projection(s), as well as the mechanisms of the images that compose them. They are characterized by two important features. On one hand, an oscillation between a moving and a stilled image: whether it is a simple matter of a petrified representation, or a real freeze-frame (as in this inverted shot of a cartoon image that comes from the early days of film). There is, on the other hand, a very lively thematization of death: for example, the chase scenes from a sketch in ‘primitive’’ film. But at any rate, neither life nor death are sure, no more so than the immobile (or immobilized) picture and the moving-picture are sure. Let us take for example the close-up of an inverted head of a woman whose closed eyes open, for a fraction of a second, fixing the spectator, making perception tip just that much more into hallucination. From all of this it becomes clear that the shot of the child of the women [l’enfant aux femmes] (as one says La Vierge aux Rochers) is in fact the living synthesis of a cinematic apparatus that is haunted by death, and in particular by its own death.

Again this would not be enough if the fantasy-child were not pro- jected throughout the narrative (from which he is physically absent) in the form best fitted to dealing with his appearance: a photograph torn to pieces by his mother, which launches the multiple-entry fantasy that is developed throughout the film. This becomes clear in the end when the two women, face to face, play the same scene twice, and once again their faces intermingle, and the two halves of the ripped- apart photograph are joined. This fantasy implies that the mother has a pent-up desire for her son that she cannot accept, either during her pregnancy or after his birth. This hampered desire then echos the child’s impossible desire for the mother and the woman, symbolized in the film’s opening. This alternation between the two women affects the second heroine as well. The long story told by Bibi Anderson to Liv Ullmann is centered around two instants-images that are both dispersed and elided: her sexual pleasure (in the little orgy on the beach and with her fiancé) and her abortion. Between these two desires that intersect through the massive use of improbable images, the subject’s desire (director and spectator) for the work is formed: the divided, fractured, torn apart film, tormented by its nature, its history and its prehistory.

For there is a second photograph in the film: the image (an emblematic and very well-known one) of a Jewish child with a hunted look, his hands raised, alone in the crowd on a platform in a train station. The photograph is detailed, fragmented and endlessly worked by a camera looking for a secret impossible to pinpoint. This horror is comparable to the television image transmitted live, showing a Buddhist monk who sacrifices himself by fire, an image that grips the speechless heroine in her hospital room.

Between these two pictures cinema burns and is reborn (at the very beginning of the pre-credits light surges forth between the two carbons of an electric arc); it becomes post-war cinema, where movement is not guaranteed any more than is speech, subject to a paralysis that can at any moment condemn them to come to a standstill.

 

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Antes del genérico, el espectador ha visto ya desfilar doscientos metros de película (unos seis minutos de proyección) que constituyen todo un mosaico simbólico inicial de lo que va a ser el film en su conjunto. El encendido de los carbones del proyector abre paso a la proyección como tal: un dibujo animado que nos evoca la infancia y el balbuceante parpadeo de las primeras sesiones de cine. Casi a continuación vemos una proyección, en sentido estricto, de lo que parece ser un viejo film mudo en el que un hombre en camisón y gorro de dormir es perseguido por un esqueleto y un diablo. El espectador toma conciencia de que se trata de una proyección porque estas imágenes aparecen encuadradas sobre un cuarto de la superficie de la pantalla blanca (abajo, a la derecha). El carácter de film antiguo viene dado por el ritmo sincopado de sus imágenes y la hiperrepresentación acrobática de sus actores. Los planos del cordero destripado y la palma de una mano atravesada por un clavo nos introducen ya dentro de una convención icónica culturalmente asimilable al sacrificio cristiano. Son preámbulo inmediato de una figura metonímica de muerte, suministrada por el edificio de la morgue y cadáveres extendidos en bancos de piedra. Un primer plano, sacado desde arriba, nos muestra el rostro invertido de una anciana muerta. Al sonar lo que parece ser el timbre de un despertador, abre los ojos repentinamente. El pregenérico concluye con una pequeña continuidad de planos –un conato de ficción– en la que vemos el despertar de un adolescente (Jorgen Lindstrom) en uno de esos bancos fúnebres y luego, en contrapicado, cómo pasa la mano ante el objetivo, evidenciando así la presencia de la cámara. El contracampo de este plano, nos lo muestra ante el retrato, borroso y muy ampliado, de una mujer cuyo rostro parece fluctuar. El adolescente lo acaricia y el retrato se va aclarando progresivamente; se trata de un rostro formado por la conjunción de dos: Alma (Bibi Andersson) y Elisabeth (Liv Ullmann), imagen emblemática del film. De la articulación campo-contracampo surge, pues, una doble evidencia: la de la cámara tomavistas y la de la proyección, también el doble proceso mediante el cual podemos ver cualquier película. El niño se convierte en mediador de Bergman con el espectador. Su gesto –acariciar el retrato, la proyección y hacer que éste se aclare poco a poco– es también, metáfora de la operación que se le propone al espectador: trabajar y dar sentido a la imagen. Pero hay algo profundamente ambiguo en esa imagen –y cuyo carácter de irresolución se patentiza al ser ella la que cierra la ficción de Persona en su totalidad– que ubica al niño ante la figura materna en una situación de edípica fascinación. El interrrogante planteado por ese rostro en su misma opacidad no es del todo descifrable. De ahí que su presencia, al final de la película, abra de nuevo un proceso de significado que no sabría tener fin. –Juan Miguel Company. Ingmar Bergman. Madrid: Cátedra, 1990.

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ROSTROS INTERROGADOS

Podría escribirse una historia del cine a través de los rostros. El cine ha consumido miles y miles de rostros desde su invención, y el primer plano o close-up no ha dejado de enfrentarnos con un impudor que al principio debió ser algo violento, pero al que luego nos hemos ido acostumbrado, a los que alguien llamó “espejos del alma”. Los rostros, cada uno con su mayor o menor porción de verdad, con su mayor o menor belleza, con su carga o ausencia de misterio, abiertos a la angustia como el de Peter Lorre en M, o al deseo como el de Pierre Batchef en Un perro andaluz, o al amor como el de Sylvia Bataille en Une partie de campagne, o al absurdo como el de Keaton en cualquiera de sus films, o a la muerte como el de Chaplin al final de Monsieur Verdoux, o a Dios como el de la Falconetti en La pasión de Juana de Arco, o a la noche como el de Max Schreck en Nosferatu, o a un más allá de la Historia como el Cherkassov en Iván el Terrible, han reclamado nuestra mirada y se han filtrado en nuestra memoria con un poder que tiene mucho de encantamiento.

Ya en un escrito autodefinitorio Bergman había anotado: “Hay muchos realizadores que olvidan que el rostro humano es el punto de partida de nuestro trabajo. Podemos, es verdad, dedicarnos a la estética del montaje, conferir a objetos y naturalezas muertas ritmos admirables. Pero la presencia del rostro humano es, ciertamente, la nobleza característica del film. De lo cual se deduce que el actor es nuestro instrumento más valioso y que la cámara es sólo el mediador de las reacciones de este instrumento […]. Debemos también recordar que el más bello medio de expresión del actor es su mirada. El primer plano objetivamente compuesto, perfectamente dirigido y actuado, es el medio más poderoso de que dispone el cineasta para influir sobre su público. Pero es también el criterio más seguro de su maestría o de su insuficiencia. La ausencia o la multiplicación de primeros planos caracteriza infaliblemente el temperamento del realizador del film y el grado de interés que tiene por los hombres.” Apasionada, y casi dogmática, esta declaración, como toda declaración de un artista, vale sobre todo para quien la profiere; o más bien sirve para que nosotros nos acerquemos a la comprensión del cine de Bergman. No es una casualidad que el autor de Persona lo sea también de un film titulado, precisamente, El rostro, y si tratáramos de definir el cine de Ingmar Bergman a partir de una constante, sin duda habría que decir: es una larga y profunda interrogación de los rostros humanos.

Basta recordar un poco… Porque, si evocamos algunos de los momentos claves de esta sola obra que se va formando de la sucesión de films bergmanianos, hallaremos una insistente, obsesiva presencia de rostros, tomados como robándolos al tiempo y al olvido, como haciéndolos surgir de la oscuridad para obligarlos a decir su secreto. En Secretos de mujeres, Marta, en la inminencia del parto, es aterrada por un rostro desconocido y borroso que, como materializado presagio de la muerte, aparece detrás del cristal esmerilado en una puerta. En Noche de circo el rostro maquillado o desnudo, fantasmal y dolorido, en una persistente mueca, del payaso Frost, testigo del drama de los otros y personaje del suyo propio, pone una reiterada nota lancinante en el film, y sobre todo en el episodio mudo inicial, en el que su máscara de carne parece llegar al límite del sufrimiento y la humillación. En Sonrisas de una noche de verano, la compostura o el descuido de cada rostro, es decir su manera de pasar de uno a otro gesto, o de inmovilizarse en un gesto fijo, será el signo revelador de tal o cual conducta de clase, de la sinceridad o la hipocresía de los protagonistas. En El séptimo sello el rostro pálido, asexuado, impenetrable de la Muerte acecha a los personajes en su largo camino hacia el fondo de la noche, hacia su verdad última. En Fresas silvestres el doctor Isak Borg inicia su busca del tiempo pasado por la incitación de un sueño en el que encuentra primero a un hombre sin rostro y luego un ataúd en el que hay un cadáver que tiene su misma cara. En El rostro la cara del mago mesmeriano Vogler, del que no se sabe si es un iluminado o un farsante, se convierte en el centro de una pesquisa acerca de los juegos de la ilusión y la verdad. En Persona asistiremos a una confrontación entre dos rostros, el de la enfermera Alma y la actriz Elisabeth Vogler. Y en La hora del lobo el relato se inicia y termina con el rostro de Alma, que habla, frente a la cámara, frente a nosotros, del destino perdido del esposo…

“El rostro, espejo del alma”, dice el lugar común. A partir de ese espejo, que a veces es un “espejo oscuro”, como el aludido por San Pablo en la Epístola de los Corintios, Bergman trata de conocer a sus personajes, a esos seres que viven entre su verdad y su ilusión, mirándose en los ojos del otro o en la mirada que les devuelve su propio rostro desde el espejo.

Confrontación entre dos rostros, entre el rostro de la enfermera Alma y la actriz Elisabeth Vogler, Persona es también un film sobre la máscara. “Hay una palabra –ha declarado Bergman– que siempre me había obsesionado y que me vino al pensamiento: persona, el vocablo latino con que se designaban las máscaras detrás de las cuales, en la antigüedad, los actores ocultaban el rostro […] Yo estaba encantado: mi film llevaría ese título curioso, Persona, palabra cuyo primer sentido fue extrañamente alterado, porque, de significar máscara, pasó a designar a aquél que se oculta detrás de ella.”

Confrontación entre el rostro y la máscara, Persona es también un diálogo entre una voz y un silencio. La voz es la de Alma, la “hermana” enfermera, una mujer joven, dotada de una gran vitalidad, encantada con su oficio, honesta en reconocer sus dudas (por ejemplo cuando se trata de saber si será capaz de cuidar a la actriz), bien dotada para la vida sexual, pero voluntariamente negada a la maternidad. Atraída por la personalidad de su paciente y a la vez rechazándola, quizá por un vago presentimiento, Alma se ofrecerá y se resistirá simultáneamente a una entrega espiritual que en ocasiones roza lo físico, pero el silencio de la otra es una barrera que irá poco a poco obsesionando a Alma, llevándola a la irritación y a la histeria, enfermándola a su vez. En cuanto a Elisabeth, ella es la del silencio. Elisabeth es la gran actriz, la mujer bella y famosa que todo el mundo tiene por esposa y madre ejemplar, pero que rechaza el hijo tenido con su esposo y que un día se encuentra vacía de todos sus papeles, asqueada de todos los personajes representados o por representar, y que se refugia en un silencio que es una liberación o una condena. […] Aisladas en una landa frente al mar, estas dos mujeres tan distintas, de vidas casi opuestas, van a convivir, a espiarse, a tratar de conocerse. Una de ellas hablará y la otra permanecerá callada, en cierto modo respondiendo con ese silencio profundo que es como una oquedad oscura que comienza devorando las palabras que vienen de fuera y terminará absorviendo a quien las emite. En cierto sentido hay aquí un acto de vampirismo que Bergman deja sugerido en más de alguna escena. Pero, desde luego, no abandonamos en ningún momento el nivel de lo humano, un nivel que para Bergman, considerado como uno de los cineastas de la mujer, parece privilegiadamente encarnado en el sexo femenino. De donde el vertiginoso drama desarrollado en Persona es el del encuentro y el desencuentro de dos mujeres, su paulatina identificación, la lucha de Elisabeth por apoderarse de ese otro personaje poderosamente vivo que es Alma, y el casi agónico combate de Alma negándose a la identificación, a ser un mero doble, un personaje más de Elisabeth. Porque cada una de ellas es la otra respecto a quien la mira, y condensada en un cuerpo, en un alma incógnita, una otredad del mundo entero, esa otredad que nos desafía a que la poseamos y la anulemos fundiéndola en nuestro yo.

Combate espiritual, desde luego. Pero uno de los más asombrosos poderes de Bergman es el de transmitirnos el más metafísico de los conflictos por medio de elementos sensuales, a través de los rostros, los tonos de voz, la textura de la piel misma. En muchos sentidos, y gracias a esos elementos sensuales, Persona es un film de la seducción: seducción de un ser por otro que llega a la fusión de los dos; seducción que el artista ejerce sobre nosotros por medio de esos espléndidos instrumentos que son los intérpretes de su film. En lo cual hay también una especie de vampirismo del artista, que debe seducir a su público para apoderarse de él y, una vez en su poder, extraerle la materia de futuros personajes. Por lo demás, no tiene nada de casual que una de las imágenes inolvidables que Bergman nos ha dado del artista sea la de Albert Emmanuel Vogler, el discípulo de Mesmer que practica el hipnotismo, y cuya finalidad es también, por medio de la ilusión, el seducir a sus semejantes. Ni es casual, tampoco, que Bergman mismo haya declarado en cierta ocasión que su mayor deseo es “hacer surgir mundos previamente desconocidos, realidades que sobrepasan toda realidad, y producir sueños raros, fantasías ligeras, paradojas venenosas como la serpiente, burbujas chispeantes y multicolores”.

Así pues, confrontación entre el rostro y la máscara, entre el yo y su doble, entre el vampiro y su víctima, Persona es también un encuentro entre el artista y su personaje. He aquí el drama del artista, como ya nos lo indica esa reaparición del apellido Vogler […]. He aquí la historia del artista que deja de creer en su arte, que cae y se refugia en el silencio, y al ver que ese silencio termina amenazándolo en su mismo ser, busca en su público, que es a la vez su personaje, la materia que le permita volver a la vida, que le dé fuerza para negar el vacío, para anular esa “pesadilla de la Historia” (Joyce) donde los hombres se queman vivos en una muda protesta y los niños levantan las manos ante los fusiles, en medio de la atroz indiferencia del mundo.

A fin de cuentas, Persona quizá sea una meditación de Bergman sobre su propio arte, una interrogación del cineasta al cine. Hay que imaginar que en algún momento Bergman ha sentido el vacío o el silencio de la pantalla, como el escritor y el pintor han sentido el silencio y el vacío de la cuartilla y de la tela. Tal vez Bergman sintió que había que medirse con la pantalla en blanco, admitir de una vez por todas que el film no es la vida, que esa vida de la pantalla no es más que… cine. Así se explicaría ese comienzo del film, con la pantalla deshabitada, invocando ávidamente imágenes, cualesquiera imágenes, como un pensamiento en el que todas las visiones han sido arrasadas, dispuesto a aceptar lo que venga, imágenes sin sentido, viejas películas absurdas, nubes. Árboles, un paisaje lunar, cualquier cosa, a fin de que la voluntad del artista intente modelar el caos y dar sentido a las imágenes, y formar rostros, y hacer un film. Todo ese prólogo trata, en efecto, de comunicarnos una sensación de caos, una percepción del mundo de las formas incoherentes o ya muertas (el escenario de la morgue es muy significativo a este respecto) desde el cual una obra intenta nacer, igual que ese niño (¿también el hijo de Elisabeth?) que acaricia o tantea la pantalla, en busca del rostro de su madre, en busca de la posibilidad de nacer a lo visible. Bergman se adentra, invitándonos a seguirlo, en el mundo previo a la creación artística, en el caos de lo nonato. Y más adelante, cuando el film va a la mitad del camino, cuando tiene una configuración aparentemente definitiva, Bergman nos hace asistir a una ruptura de la cinta de celuloide, a un lapso que tiene alguna relación con el ataque de mudez que sufre Elisabeth en medio de su representación de Electra: en ambos casos se trata de una irrupción brutal del vacío, del silencio, de lo inexpresable, que es lo que puede causar la verdadera muerte del artista como tal.

En una nota sobre Persona Bergman dijo que al principio no tenía título para el film bosquejado, y que entonces pensó titularlo simplemente Cinematografía, como los músicos escriben Opus 14 o Sonata número 9, porque “la única cosa que no se podía negar era que mi film iba a ser un film”. En consecuencia, Persona es una obra que nos recuerda constantemente que no es más que un film, que estamos viendo cine y nada más que cine, que esa fascinante vida que se mueve en la pantalla, esos hipnóticos rostros, no son más que ilusión, ilusiones creadas por una cinta de celuloide, que pasa a veinticuatro imágenes por segundo ante el lente de un proyector, y que bastará que la película se rompa, que el mecanismo se atasque, para que esos rostros dejen de hablarnos con su voz o con su gesto, para que al final no quede más que ese rostro que es el de la pantalla vacía, silenciosa.

Persona es uno de los films más bellos e importantes de Bergman y del cine contemporáneo porque no sólo nos coloca ante el espejo de unos rostros, no sólo nos hace encarar el silencio y el vacío en que puede desembocar el arte, sino además porque nos habla de la lucha de un cineasta por vencer ese silencio y ese vacío. En Persona el cine interroga a su propio rostro.

José de la Colina, prólogo al guión de Persona. México: Cine Club Era, 1970.