CINEINFINITO / CINE CLUB SANTANDER (#331)
Jueves 11 de Noviembre de 2021, 19:30h. Fundación Caja Cantabria
Calle Tantín, 25
39001 Santander
Programa:
– La Jetée (1962), 35mm, b/n, sonora, 28 min.
– Le Souvenir d’un avenir (2001), vídeo, b/n, sonora, 42 min.
*Presentación a cargo de José Luis Torrelavega
Formato de proyección: HD
Agradecimiento especial al Cine Club Santander y Fundación Caja Cantabria
Christian François Bouche-Villeneuve (conocido también con varios sobrenombres, pero sobre todo como Chris Marker) (Neuilly-sur-Seine, Francia, 29 de julio de 1921-París, Francia, 29 de julio de 2012) fue un escritor, fotógrafo y director de cine francés, a quien se atribuye la invención del documental subjetivo. Se dedicó, durante sesenta años de trabajo, a observar, con curiosidad meticulosa, con ironía cáustica y a menudo divertida, incluso con cólera, las vicisitudes de la historia mundial y también del individuo.
Chris Marker es, en cierto modo, el más célebre de los cineastas desconocidos.
Philippe Dubois
Comenzó su trabajo como parte del grupo de la Rive gauche francesa, paralelo pero distinto de la nouvelle vague, con la que compartirían temas y trabajos más tarde. Su obra —casi invariablemente documental, con la única excepción de la pieza de ciencia ficción La Jetée— ha resultado influyente pero casi desconocida para el público masivo. La Jetée, Sans soleil y sus ensayos fílmicos sobre Akira Kurosawa, AK, y Andrei Tarkovsky, Une journée d’Andrei Arsenevitch, son los más accesibles y fáciles de conseguir.
Además del relativo hermetismo de sus trabajos, el desconocimiento acerca de la figura de Marker fue alimentado por él mismo; se negó casi sistemáticamente a conceder entrevistas, y se divertía ofreciendo versiones contradictorias acerca de los eventos de su vida y juventud. Como anécdota, cada vez que alguien le solicitaba una fotografía suya para ilustrar un reportaje, un libro o una entrevista, Marker enviaba, cuando lo hacía, una foto de su gato preferido.
Comenzó a trabajar en cine a comienzos de los años cincuenta; su primer trabajo conservado es Olympia 52, un documental sobre los Juegos Olímpicos de Oslo 1952 que dirigió, escribió y rodó en 16 mm él mismo, con producción de Anatole Dauman. Solo hasta un año más tarde produciría su primera obra verdaderamente influyente, el cortometraje Les statues meurent aussi, codirigido con Alain Resnais —quien, junto con Marker y Agnès Varda, formaba el núcleo de la rive gauche. Les statues… fue una obra pionera del anticolonialismo donde exploraba, a través de una intensa narración en off, el destino de las obras de arte africanas asimiladas al circuito de la explotación comercial en Europa, sin que las acompañase el esfuerzo por reproducir y conservar el entorno cultural que las produjera. Introducidas a la fuerza en un sistema cultural en el que la relación con el objeto artístico es la de contemplación desinteresada, los objetos de arte de África atraviesan una transformación que las separa de su contexto original, en el que formaban parte de las prácticas sociales y rituales de los nativos; a su vez, su transformación transforma la vida de los africanos, que producen sus objetos al ritmo y gusto que les impone su comercialización por los colonizadores blancos. Resnais y Marker combinaron en la obra los temas culturales de la crítica al etnocentrismo con la marcada politización que caracterizaría al cine de este último en adelante. Acusaba la influencia del museo imaginario teorizado por André Malraux; por medio de la idea de que el sistema colonial se autolegitima políticamente, al mantener un punto de vista antihistórico sobre las tradiciones y el patrimonio de los pueblos de los que se adjudica la administración, la película unía en un mismo movimiento la denuncia del imperialismo cultural y la crítica de las disfunciones económicas derivadas de ese tipo de régimen. Fue por ello censurada en Francia durante mucho tiempo.
Dos años más tarde volvería a colaborar con Resnais en una de las obras maestras de este último; fue su asistente en la dirección de Noche y niebla, sobre guion de Jean Cayrol, quien había estado prisionero en un campo de concentración durante la guerra. El documental, de estética mesurada, no se concentra en el horror visceral de la guerra y el exterminio, como haría luego Shoah, sino que explora, mediante el montaje de material de archivo, los medios que el régimen desarrolló para hacer invisible esta experiencia; la niebla del título alude tanto al sigilo con que tenían lugar las deportaciones a los campos como al voluntario velo que el pueblo alemán echó sobre la degradación a la que sus vecinos y compañeros fueron sometidos.
Tras un hiato de unos años, Marker regresó a la dirección plasmando sus experiencias políticas y etnográficas en los países revolucionarios en sendos documentales sobre China y la Unión Soviética, Dimanche à Pekin (1956) y Lettre de Siberie (1957). Con estos trabajos desarrolla la que será la impronta de su obra posterior: el comentario en off, el montaje dialéctico al modo de Sergéi Eisenstein —una escena de Lettre de Siberie honra las teorías soviéticas sobre el montaje reproduciendo tres veces consecutivas la misma acción, acompañándola una vez con un comentario pro-soviético, una segunda con uno no comprometido, y finalmente con uno antisoviético—, la yuxtaposición de pasado y presente, la documentación fílmica de las contradicciones —entre innovación y tradición, o entre esperanza y represión— en la línea de su filiación política; la producción de Dauman le daría gran libertad para desarrollar un lenguaje fílmico propio. Proseguiría su trabajo en esta línea en Description d’un combat (1960), sobre el conflicto israelí, y ¡Cuba sí! (1961), una mirada amable pero preocupada sobre la Cuba inmediatamente posterior a la revolución. Durante esos años, escribió además guiones para un documental sobre Django Reinhardt, el premiado documental L’ Amerique insolite, de su compatriota François Reichenbach, y otros cortometrajes.
Su reconocimiento internacional le llega con el cortometraje La Jetée (1962), que cuenta experimentos científicos sobre viajes en el tiempo en un mundo post-apocalíptico.
La Jetée (1962)
Era un objeto de forma curiosa. Una cajita de metal con los bordes redondeados e irregulares, con un agujero rectangular en el medio y, en el otro lado, un visor minúsculo del tamaño de un euro. Con cuidado, había que introducir por arriba un fragmento de película (de película de verdad, con perforaciones y todo) y una ruedecilla de goma la bloqueaba. Al hacer girar un botón, la película se desplegaba fotograma a fotograma. A decir verdad, cada fotograma representaba una toma distinta, así que aquello parecía más un visionado de diapositivas que un home cinema, a pesar de que las escenas eran planos magníficamente reproducidos de películas famosas: de Chaplin, Ben-Hur, el Napoleon de Abel Gance… Si eras rico podías introducir la cajita en una especie de Linterna Mágica y proyectar las escenas sobre la pared (o sobre una pantalla, si eras muy rico). Yo tenía que contentarme con la versión más básica: apretar el ojo contra el visor y mirar. Este artilugio, ya olvidado, Pathéorama. El nombre se podía leer en letras doradas sobre un fondo negro, con el legendario gallo Pathé cacareando ante un sol naciente.
El placer egoísta de poder mirar yo solo imágenes que pertenecían al inaccesible mundo del cine generó muy pronto un subproducto dialéctico: cuando aún no podía imaginar que tendría nada en común con el proceso del cine (cuyos principios básicos quedaban, como es natural lejos de mí comprensión), había algo de la propia película que estaba a mi alcance, pedazos de celuloide que no eran muy distintos de los negativos fotográficos que te devolvían del laboratorio. Era algo que podía oler y tocar, algo del mundo real. ¿Y por qué (insinuaba mi Pepito Grillo de dialéctico) no podría yo, por mi parte, hacer algo del mismo estilo? No necesitaba más que material translúcido y las dimensiones correctas. (Las perforaciones estaban ahí para hacer bonito, la ruedecilla las ignoraba). Así que con tijeras, pegamento y papel de calco hice una buena copia de la película del modelo Pathéorama. Después comencé a dibujar, fotograma a fotograma, una serie de posturas de mi gato (¿de quién si no?), con algunos intertítulos. Y de repente, el gato formaba parte del mismo universo que los personajes de Ben-Hur o Napoleón. Había pasado al otro lado del espejo.
De los amigos de la escuela, Jonathan era el que tenía más prestigio; estaba dotado para la mecánica y tenía bastante inventiva. Diseñaba maquetas de teatro con telones deslizantes y luces intermitentes, y una orquesta en miniatura que surgía del foso mientras en un gramófono a manivela sonaba una marcha triunfal. Así pues, fue lógico que quisiera que fuera el primero en ver mi obra maestra. Yo estaba bastante orgulloso del resultado, y desplegué las aventuras del gato Riri, que presenté como “mi película”. Jonathan me hizo volver a la realidad: las películas tienen que moverse, estúpido, me dijo. No se puede hacer una película con imágenes quietas. Pasaron 30 años. Entonces rodé La Jetée.
Trabajar con poco dinero, que en mi caso suele ser más cuestión de circunstancias que de elección, nunca me ha parecido una piedra angular de la estética, y las cosas tipo Dogma me aburren. Así que menciono estos pocos detalles técnicos más que nada para reconfortar a los jóvenes cineastas necesitados: el material de La Jetée se creó con una Pentax 24×36, y la única parte de “cine” (el parpadeo de los ojos ), con una Arriflex de 35mm alquilada durante una hora. Sin sol se filmó íntegramente con una cámara muda Beaulieu de 16mm (no hay ni una sola toma sincronizada en toda la película) con bobinas de 30 metros (¡2´ 44´´ de autonomía!) y una pequeña grabadora, ni siquiera un Walkman, aún no existían. El único elemento “sofisticado”, dadala época, era el sintetizador de imágenes Spectre, también alquilado por unos días. Esto demuestra que las herramientas básicas para realizar estas dos películas estaban, literalmente al alcance de cualquiera. No pretendo presumir a lo tonto, sólo tengo la convicción de que hoy en día, con los ordenadores y las pequeñas cámaras DV (homenaje involuntario a Dziga Vertov), los aspirantes a cineasta no tienen por qué someter su destino a la imprevisibilidad de los productores o a la artritis de las televisiones, y que siguiendo sus caprichos o pasiones, quizá algún día verán sus experimentos elevados al rango de DVD por hombres honrados. Escribo esto en octubre de 2002 mientras surge una nueva oleada, de la que mis jóvenes camaradas del Kourtrajmé son un ejemplo alentador, y que quizá haya encontrado su Al final de la escapada con Demi-Tarif de Isild le Besco.
Traducción de Begoña Martínez RECUERDOS DEL PORVENIR (LE SOUVENIR D´UN AVENIR, 2001), por Yannick Bellon
Le souvenir d’un avenir (2001)
Ensayo filmado sobre el arte de la fotografía a partir de los archivos de Denise Bellón (1902-1999) para Claude y para Loleh
Esta no es una película de “arte y ensayo” o una exposición de fotos con truca.
Nuestro objetivo, basándonos en los archivos (unos 25.000 negativos)de una fotógrafa, Denise Bellon, es intentar analizar el modo en que percibimos una foto que ya es antigua. Pues pensamos que la forma en que miramos una foto que tiene cuarenta o cincuenta años (y con más motivo una foto mucho más antigua) es diferente por completo a la forma en que miramos una foto actual.
La foto que ya tiene unos años muestra, entre ella y nosotros, entre la imagen y el presente, una duración implícita. Un cliché de la exposición de 1937 que muestra el pabellón soviético frente al pabellón alemán, la hoz y el martillo frente a la esvástica, en 1937, es una instantánea. Al verla en el año 2000 inconscientemente le añadimos la guerra de 1939/40, el pacto germano-soviético, la invasión de Rusia en 1941, la caída del muro de Berlín, etc. Sobre una fotografía de diez o cincuenta años, nuestra mirada es la que las religiones achacan al Ser omnisciente, que ve el pasado, el presente y el futuro; en resumen, la mirada de Dios.
En las docenas de miles de contactos de los archivos de Denise Bellon, elegimos cierto número de temas y organizamos una estructura, de la que solamente podemos y queremos ofrecer aquí algunos ejemplos, sugerir la tonalidad y el color afectivo. La primera parte de la película nos muestra las imágenes del París de los años 30, imágenes risueñas y pacíficas. Pero, poco a poco, los ojos de la joven fotógrafa se van abriendo gracias a lo que ha visto en sus viajes y en su trabajo, y a la influencia de un grupo de amigos, los surrealistas, que no se limitan a anunciar los desastres inminentes sino también, poniendo al descubierto las causas, a destruir las raíces.
Poco a poco, la visión del artista se va haciendo más penetrante y más cruel (porque cada vez es más verídica). Aprendió que no basta con reflejar las imágenes como un espejo, sino que también es necesario reflexionar sobre ellas, que la realidad siempre tiene varias caras, una cruz y una cara, que París son mujeres hermosas vestidas por los grandes modistos y los preciosos coches de lujo, pero también las zonas de chabolas; las guarderías modelo, pero también las caras rotas, vestigios vivientes y espantosos de la guerra; la Exposición triunfal de 1937, pero también la prostitución, la pobreza, la miseria.
Porque el secreto del arte de la fotografía está en que la fotógrafa ha aprendido a leer el futuro en las imágenes que cosecha en el presente.
La siguiente secuencia organiza el tema de los grandes viajes que realizó Denise Bellon antes de la guerra: Magreb, África negra, Finlandia, los Países Bálticos…
Recorriendo el África Negra, Denise Bellon nos hace entrever el futuro real, las revueltas que llevarán a las colonias, por medio de la insurrección y las guerras coloniales, a transformar la dominación de sus amos.
Más tarde, en Finlandia, lo que ella oye por el horizonte son los sonidos de los ataques y el resonar de los bombardeos.
Y, en efecto, lo que le espera la fotógrafa su regreso a Europa es la guerra. Una guerra singular. ¿Quién habría pensado que hacer la tierra para una gran nación consistía en pedir a todos que se convirtieran en traperos, que recogieran la chatarra vieja, los papeles viejos, los trapos viejos, en proclamar “con nuestra chatarra, forjaremos el acero victorioso”?
¿Acaso esta movilización de mercadillo, esta campaña de la Francia de los desechos, puede acabar en victoria?
Pese a los uniformes elegantes de brillantes militares de propaganda, pese a los voluntarios norteamericanos del American Field Service, la defensa de chatarra y de trapos viejos no contiene al ejército alemán.
El herrero de nuestros pueblos vuelve a ser, bajo Pétain, un personaje importante de la vida cotidiana. A falta de gasolina, se recurre a los caballos y al gasógeno. Una estación balnearia se convierte en la capital insignificante de una mitad de Francia.
La penuria hace que desaparezcan los alimentos y que aparezcan las cartillas de racionamiento.
Los oficios vuelven a florecer en medio del infortunio. Se repara, se ponen asientos nuevos y se hacen pequeños arreglos, se remienda y se vuelve a pegar, se sale adelante como se puede; y no se puede gran cosa, no se puede mucho. Se esconden los tesoros valiosos, tanto las películas de Henri Langlois que se amontonan en una bañera, cinemateca improvisada, como un poco del vellón de los corderos, que se convertirá en este tesoro: una hebra de lana.
Conforme nos acercamos al presente, la distancia entre lo inmediato de la imagen fotográfica y su futuro disminuye. Si seguimos hasta el instante en que la película se está rodando, esa distancia desaparece casi por completo.
Por fin, París se ve liberada del frío, del hambre, de la penuria. Todavía hay colas en la calle y en los colegios, niños raquíticos. Y las riberas de Francia tampoco se han liberado de las colinas, ni los puertos de los restos de navíos hundidos, ni los ríos de Francia de puentes medio derruidos que hay que escombrar, ni las ciudades y los pueblos de las ruinas de la guerra.
Sin embargo, la vida se retoma. Los viejos amigos se reencontraron después de años de combate, de cautividad, de deportación, de exilio. La joven fotógrafa volvió a reunirse con André Breton y Jacques Prévert, Brauner, Yves Tanguy y Toyen, Henri Langlois, que puede sacar sus bobinas de sus escondrijos. También se reencontró con André Masson, que retoma su trabajo en Francia tras su exilio norteamericano. Se hizo amiga de Joseph Delteil y conoció a nuevos rostros del teatro y del cine, desde Jean-Louis Barrault a Gérard Philipe, desde Serge Reggiani a Roger Blin. Conoció a Joë Bousquet y André Gide, a Picasso y Pagnol. Pero sobre todo, indagó sin descanso en la gente de todos los días, los actores ordinarios de la vida cotidiana… Campesinos del Drôme, transeúntes de las calles de París, un cantero en Montpellier, marineros de Marsella y pescadores de Sète, amas de casa y maestras… Ella escuchó a los pescadores de Oléron y a los obreros de la fábrica comunitaria de Valence y ya los dineros del Aude, a los campesinos del Hérault de las montañeses de los Pirineos.
Ella vio en su vida de mujer y de fotógrafa muchos países y muchos paisajes, paises muy hermosos y paisajes magníficos. Los vio y los fotografió, de todos los colores y de todo tipo. Pero cuando ojea los archivadores en los que entroja la cosecha de imágenes de su vida, se pregunta si el paisaje más hermoso y más variado de la tierra no es el rostro humano.
Traducción: Nuria Arnal