CINEINFINITO / PUNTOS DE FUGA (#1)
Domingo 5 de Diciembre de 2021, 21:30h. Cine Los Ángeles
Calle Ruamayor, 6
39008 Santander
Programa:
– Francisca (1981), 35mm, color, sonora,166 min.
*Presentación a cargo de José Luis Torrelavega
Formato de proyección: DCP (Restauración 4K)
Manoel Cândido Pinto de Oliveira (Oporto, 11 de diciembre de 1908 – ibídem, 2 de abril de 2015) fue un director de cine portugués. Era considerado como el cineasta más prestigioso de su país y el más conocido internacionalmente.
Manoel de Oliveira nació en una familia de holgada posición en Oporto (su padre fue industrial de textiles y, además, fundador de la primera fábrica de bombillas en Portugal, entre otras cosas). Manoel de Oliveira estudió con los jesuitas, expulsados de su país por la reciente República: estuvo en La Guardia (Galicia), en España, tres o cuatro años desde 1919, con su hermano. De joven le gustaban la lectura y la geometría; pero muy pronto manifestó su pasión por el séptimo arte.
En los tiempos del cine mudo, Manoel de Oliveira hizo su primera aparición en pantalla como actor en una película de Rino Lupo, cineasta italiano. Continuó interpretando tras haber hecho sus primeras aproximaciones como director, y llegó a obtener un papel relevante en la segunda película sonora rodada en Portugal, A Canção de Lisboa, Cottinelli Telmo. Luego, ya como director consumado, será rara la vez que no aparezca, al menos fugazmente, en sus filmes.
En 1931, dirigió su primer corto, Douro, faina fluvial, documental que dejaba patente la influencia que ejercían sobre él directores como Robert Flaherty y los documentales soviéticos. En esta película describía una jornada de trabajo de los pescadores de las riberas del río Duero, y revelaba su particular sensibilidad y su espíritu afín a las vanguardias europeas. Otros documentales son Já se fabricam automóveis en Portugal y Miramar, praia de rosas, ambos de 1938, que se perdieron. Por todo ello, influyó en la carrera de su amigo el futuro cineasta Jean Rouch.
En 1942 dirigió Aniki Bobó, relato de una pandilla de chicos de las calles de Oporto, que es un largometraje directo, simple, vivo, que supuso un logro excepcional, sobre todo si se tiene en cuenta que fue anterior al neorrealismo italiano.
En 1956 dirigió El pintor y la ciudad, película a partir de la cual su estética y su lenguaje fílmico tomaron un rumbo distinto, minimizando la importancia del montaje y priorizando los planos largos y la puesta en escena más teatral, arropada por diálogos densos y textos muy trabajados, lo que le ha supuesto diversas críticas y ciertos enemigos de su obra, así como alabanzas y admiración de sus seguidores, sean o no incondicionales.
La dictadura de Salazar cercenó su carrera de continuo (incluso fue detenido por la PIDE) y pudo hacer tan solo doce películas hasta la Revolución portuguesa de 1974, por falta de libertad, sobre todo, y también de apoyo económico. Sólo pudo realizar, básicamente, documentales, como Acto de primavera, La caza, Las pinturas de mi hermano Júlio (1965) y El pan. La última película de esa etapa, en la que entra ya en una trama novelesca, es El pasado y el presente (1972).
Tras la recepción de Benilde, de 1975 (basada en la obra teatral de José Régio), va a empezar su reconocimiento internacional y su normalización en Portugal. Oliveira rodará con relativa facilidad a partir de entonces: hará treinta filmes más hasta su muerte.
Se centró a continuación en la muy extensa y compleja Amor de perdición (estrenada en 1979), que retomaba la célebre novela de Camilo Castelo Branco, y que reforzaba a partir de entonces su modo de interpretar la literatura y el pasado portugués. Su producción se acelera con: Francisca (1981), basada en la novela de Agustina Bessa Luís (y ésta en un relato de Camilo Castelo Branco); Visita (1982); Lisboa Cultural (1983), documental sobre una de las capitales de Europa; El zapato de raso (1985), en cuatro jornadas, basada en la larga obra de teatro homónima de Paul Claudel, que recibe el León de Oro en el Festival de Venecia. Además, Mi caso (1987), a partir de un texto de José Régio; Los caníbales (1988), original película cantada; No, o la vana gloria de mandar (1990), sobre la historia portuguesa.
La siguiente década será asimismo vertiginosa. Hizo La Divina Comedia (1991); El día de la desesperación (1992), sobre el suicidio de su admirado escritor Camilo Castelo Branco; Valle Abrahám (1993), basada en Agustina Bessa Luís; A Caixa (1994), siguiendo la obra homónima de Alvaro de Carvalhal; El convento (1995), a partir de otra novela de Agustina Bessa Luís; Party (1996), según la obra de teatro de la misma Agustina Bessa Luís; Inquietud (1998), que difunde tres relatos de escritores de diversas épocas y estilos; La carta (1999), basada en la obra central de Madame de La Fayette; Palabra y utopía (2000), sobre la vida y sermones barrocos del padre Antonio Vieira (1608-1697), gran prosista.
Continúa aún trabajando en el siglo XXI, con Vuelvo a casa (2001), rodada en Francia, con guion suyo; Porto de mi infancia (2001), evocaciones sueltas de su ciudad natal (por ser capital de la cultura); El principio de incertidumbre (2002), basada de nuevo en la novela de Agustina Bessa Luís; Una película hablada (2003); El quinto Imperio (2004); Espejo mágico (2005); Belle toujours (2006), breve réplica del Belle de jour de Luis Buñuel; Cristóbal Colón (2007). Ya centenario, Oliveira ha hecho Singularidades de una chica rubia (2009), concentrada, a partir de un cuento de Eça de Queiroz; y El extraño caso de Angélica (2010), sobre un tema fantasmagórico, viejo proyecto de finales de los años cuarenta que no llegó a rodar y que le ha obsesionado.
Recibió en 2002 el premio Mundial de las Artes, en una ceremonia celebrada en el Monasterio de la Valldigna el 5 de octubre de 2002.
En julio de 2012 fue internado en el Hospital Eduardo Santos Silva debido a un problema pulmonar que le provocó una insuficiencia respiratoria. A pesar de ello, estrenó en la 69 Mostra de Venecia su film O Gebo e a Sombra, adaptación de la obra de Raul Brandâo de 1923, emparentada con Esperando a Godot de Samuel Beckett.
Oliveira siempre entendió el cine «como manifestación cultural moderna, indispensable, necesaria» y no como un espectáculo inferior. Ha alabado, además de a los documentalistas, los filmes de Kenji Mizoguchi, pero asimismo los de Jean-Marie Straub. De los italianos clásicos le gusta especialmente Roberto Rossellini. Ha hecho un homenaje a Vigo en Nice – à propos de Jean Vigo (1983); también a Luis Buñuel, con Bella de día, aunque Oliveira no sea tan provocador como éste. Y ha seguido la obra de los cineastas portugueses actuales.
Desde los setenta años, y de un modo continuo, realiza todo tipo de producción fílmica, a menudo narrativo en sentido amplio, inspirándose en escritores clásicos o contemporáneos, que alterna en ocasiones con documentales. Desde 1975, elige un cine estático, rueda con planos fijos: «¿Tú mueves la cabeza a lo loco para mirar algo? No, la cosas se mueven delante de ti, y tú las sigues a veces en una panorámica». Su películas narrativas se caracterizan por una marcada teatralidad y una casi constante reflexión acerca de la naturaleza del arte, el espectáculo y la complejidad del ser humano.
Falleció el 2 de abril de 2015 a los 106 años de edad.
Francisca (1981)
¿QUÉ PUEDE UN CORAZÓN? (Que peut un cœur?)
Los dos están de pie, uno frente al otro.
Camilo: – No. Pero sé lo que rechazo. Tú no puedes saberlo.
José Augusto tiene un sobresalto y comienza a caminar por la habitación de manera convulsa; se acerca a la ventana, vuelve a la mesa, la aferra, se da la vuelta y se acerca a su amigo, cada vez más enfurecido.
José Augusto: – ¿Soy un lisiado por casualidad? ¿Crees que no puedo amar a Fanny? Porque despertaré en ella un inmenso amor; un amor reprobado por mí, excitado por mi propia severidad […] Se detiene junto a la mesa y concluye, mirando a la cámara: Producir un ángel en la plenitud del martirio.
1.
Cuando se pronuncian estas terribles frases, estamos en Vilar do Paraíso, en la habitación de Camilo, con esa alcoba azul y el estudio frente a nosotros. Camilo estaba escribiendo cuando su amigo José Augusto entra al fondo del escenario. Estamos en la trigésimo sexta escena de Francisca, última parte del tríptico dedicado por Manoel de Oliveira a los amores frustrados [O Pasado e o Presente (1972), Amor de Perdição (1978)]. Estamos en el momento en que los personajes abrazarán desesperadamente su destino y Oliveira su película. A este programa frío (“producir un ángel en la plenitud del martirio”) Camilo solo puede responder, perturbado: “¿Podrás?”.
Asistimos al nacimiento de una pasión. Con este reto empieza una cuenta atrás. Uno de esos desafíos que le lanzas a tu mejor amigo, para impresionarlo. Que no se lanzan sino contra él. Como si se necesitaran dos para amar a una sola mujer. Incluso tratando con el romanticismo portugués, Oliveira es un cineasta de la novela. Sabe que si “uno siempre se equivoca” y “la verdad empieza con dos”, se necesitan tres para compartir un crimen, para combinar el deseo y la pasión.
En Francisca, el deseo une, sobre todo, a los dos hombres (será un deseo reprimido) y la pasión une a uno de estos hombres con una mujer (pero el movimiento de la pasión es infinito). Todo separa a los dos hombres (jóvenes) y, por eso mismo, están fascinados el uno por el otro. ¿Qué puede vincular a un pobre escritor joven y a un joven aristócrata ocioso? El primero, escribe para vivir y para imponerse a la buena sociedad de Oporto, a la que ya lanza una mirada dura: la desprecia (pero la envidia), ella lo desprecia (pero comienza a reconocer su valor, ya que él es Camilo Castelo Branco, el futuro autor de Amor de Perdição, ya adaptada a la pantalla por Oliveira). El segundo, José Augusto, no tiene deseos propios: siendo rico, no tiene nada que ganar, solo puede perder. Camilo le dice crudamente: «Amas por orgullo, amas el lujo del amor». El deseo es para los pobres, para los ricos la pasión. El deseo es producción, la pasión es despilfarro.
2.
Al comienzo de esta pasión, hay un intercambio. Traduzcamos: José Augusto le dice, en esencia, a su amigo: esta mujer que no te ama (entiéndase: no es para ti), pero sobre la que proyectas un amor tan alto, haré que me quiera a mí; pero no la poseeré, será infeliz y, así, nos vengaremos. Tú, que no la has tenido; yo, que no la he deseado más que a través de ti. “Producir un ángel en la plenitud del martirio” es, de forma abrupta, el programa mínimo que, en nuestras sociedades, legitima cualquier alianza exclusivamente masculina. La represión de la relación homosexual y el menosprecio de la mujer producen a la Mujer, es decir, muchas veces un ángel (en algunos casos, un ángel azul). Pero también imágenes, estrellas, madonnas como las que tan fácilmente se fabrican e intercambian entre los católicos (ver en Buñuel).
Entonces ocurre un accidente. La mujer no responde a la señal. Hay un engaño respecto a ella. Francisca, con su aire dulce, es tan cínica y amoral como José Augusto. Admitida en el juego e interrogada por Camilo, se le escapa, inadvertidamente, y por dos veces: “El alma es una adicción”. A su vez, José Augusto resume, al final de la escena 36, el espantoso destino al que está destinado: “Ceniza en lugar de deseo. Conciencia en lugar de pasión». Fría determinación, sin objeto. El accidente se debe a que José Augusto y Francisca son iguales, oscilando en el mismo sentido y compartiendo, en sincronía, las mismas vacilaciones. Las lágrimas de uno, el otro puede usarlas y volverlas contra el primero. La infelicidad se transforma en alegría, la renuncia en victoria: todo se hace para tener la última palabra. Así, Francisca tiene un arma secreta que le permite destruir el dúo romántico y restaurar el trío infernal: escribe (¿a quién? no importa) diciendo que la maltratan, la descuidan, incluso la agreden. Sus cartas llegan a manos de ese otro escritor, Camilo, que se las envía a José Augusto. El golpe es terrible: esta mujer, dada a las lecturas, es aún peor que si hubiera engañado a su (futuro) marido. José Augusto irá, por tanto, hasta el final de su plan: casarse con esta mujer, a la que ha secuestrado, y no tocarla.
En conclusión, entre los dos hay un juego de adivina quién te dio. Francisca revierte el desafío de José Augusto cuando le dice: “Me amas, te lo juro”. Increíble frase. Y por este orgullo de uno sobre el otro, por esta sucesión de desafíos, no hay salida posible. Como en la última película de Truffaut, pero sin una pizca de fetichismo, la pasión es infinita, indestructible. No puede desaparecer excepto con la desaparición de los cuerpos de los que proviene. Y aun así.
3.
En el deseo, el problema es no saber nunca con certeza lo que quiere el otro. Es esta ignorancia lo que hace desear aún más. Lo que cuenta en la pasión es lo que puede el otro, lo que es capaz de hacer. Indiqué brevemente (pero toda la película tiene la brevedad de un teorema) cómo Francisca partía de las argucias del deseo (José Augusto quiere anular a Camilo, pretendiendo que cumple su deseo) para terminar del lado de la pasión forzada. Entre José Augusto y Francisca hay un juego infinito y, sobre todo, indeterminado, un juego “sin cualidades”, un “otro estado”, para usar las palabras de Musil. Porque en el centro de la pasión reside una incertidumbre fundamental, que es su motor vacío. Y la incertidumbre no es casual (esto fue el mayor redescubrimiento del “cine moderno”), ni tampoco es ignorancia o desconocimiento (como advirtieron los clásicos). Es aún más extraña.
Prestemos atención a esos momentos en los que se repiten ciertas líneas del diálogo. Todo sucede como si el hecho de que una frase sea pronunciada (por el actor) e inmediatamente captada (por el espectador) no asegurara su existencia efectiva. Como si fuera necesario jugar, también en el sonido, la carta que hace tiempo se usa con las imágenes: el falso raccord. Como si las palabras del diálogo fueran cosas de las que se debe marcar el punto de partida y uno de los puntos de llegada. Desdoblamiento del diálogo. Nunca habrá llegado tan lejos el rechazo del naturalismo y la necesidad de adoptar un punto de vista, un ángulo, para todas las cosas (y las palabras son cosas).
Oliveira dice que solo le interesa la representación. Lo dice con una convicción tan poco sujeta a un espíritu de sistema que, en cincuenta años de cine, ya lo ha experimentado todo: documental, fábula naturalista, comedia mundana, registro en vivo y montaje. En Francisca, liberado de cualquier preocupación naturalista, y confrontado con el material enteramente artificial (texto, decorados) que él mismo eligió, imprime esta relación de incertidumbre a toda la película. No está solo en el centro de la pasión que consume a los personajes, está en el centro de lo que no deberíamos tener miedo de llamar su “estética”. Y el miedo resulta tanto más injustificado como raro es en estos días.
4.
Hay en Oliveira (como en Syberberg, Bene o Ruiz, otros grandes barrocos) un olvido temporal de cualquier idea de referente. Cada “figura” debe declinar su identidad, mostrar su modo de funcionamiento, ser analizada según su duración, su solidez, su velocidad. ¿De qué es capaz el otro? Pero también: ¿de qué es capaz esta o aquella figura representada? Ya sean personajes o escenarios, detalles o visiones de conjunto, objetos o cuerpos. Podemos ver Francisca como una película bastante cómica (como Méliès puede ser cómico), siempre que una figura “se olvida” de comportarse según el código naturalista. Pienso en el momento, que nunca deja de provocar risas, cuando José Augusto entra a caballo en la habitación de Camilo. Un caballo, que en vez de morder el bocado en los límites del escenario, entra en escena y, de repente, produce un basculamiento del espacio. O un personaje en primer plano que, en lugar de formar parte de la acción, bloquea la vista como si fuera la cabeza de un espectador molesto frente a nosotros, una parte muerta del cuadro, una parte de la escena totalmente sin vida. Como cuando José Augusto, al final de una cena donde Camilo habla sin parar, aparece somnoliento, en primer plano. O incluso el plano inicial de la película (el baile). “Siempre procuro fijar una línea que separe a la cámara de los actores. Porque el trabajo de la cámara consiste en fijar el trabajo de los actores a partir de la sala, de la butaca del espectador”, dice Oliveira. Hasta que no se establece esa línea, no se puede decir qué está cerca y qué está más lejos; el caballo puede estar más próximo o el individuo somnoliento puede ausentarse.
Oliveira es un inmenso escenógrafo. Porque no reduce su trabajo a «juegos de escena». La elección de actores y rostros responde a una búsqueda aún más paradójica que la de Bresson: mientras que este último pretende convertirlos en modelos, Oliveira los toma como paisajes. Los rostros, en Francisca, son montajes de objetos; cada uno obedece a su propia ley e ignora a los restantes. Esto no es verdad (diríamos) para Camilo, pero esto es solo porque Camilo es un ser de deseo y ese deseo lo hace “consistente”, idéntico a sí mismo, en todas las escenas. Por el contrario, José Augusto y Francisca, seres de pasión a los que esta pasión descompone, son sometidos a una vertiginosa anamorfosis.
5.
Hoy se habla mucho de velocidad, de dromoscopia. Podemos, de hecho, preguntarnos cómo fue posible hablar, durante tanto tiempo, de películas sin que nos preguntáramos por las velocidades relativas de los cuerpos que se ponen en movimiento en ellas. “El cine, dice Oliveira, es lo que ponemos frente a la cámara». Pero ¿para fijar qué? Las velocidades de descomposición y recomposición, evaporación o sedimentación. En el mundo de Oliveira, el deseo compone y la pasión descompone: un ojo puede ser más o menos rápido que una mirada, una boca más o menos rápida de lo que dice; Francisca tiene una forma de “volver la cabeza” y José Augusto de “poner los ojos en blanco” que apenas deben analizarse en términos de una tipificación sociológica (decadencia de la aristocracia), sino ser devueltos a la cuestión materialista por excelencia: ¿qué puede un cuerpo?
Dos dedos sobre una mesa, un zapato tirado a lo lejos, criados (siempre muy rápidos), caballeros lentos, cartas, amores, todos tienen diferentes velocidades. En Francisca, es muy raro que dos personajes se vean afectados por una misma velocidad. Al contrario. Si se alejan tan rápido, si se dicen precipitadamente tantas cosas serias, si la narración de la película se vuelve incompleta, es porque están todos en órbita, como estrellas o electrones. Solo se encuentran en momentos precisos, que pueden ciertamente calcularse, pero con un cierto margen de incertidumbre, como decía Heisenberg de los átomos.
Átomos. La consigna es liberarse. No veo a ningún otro cineasta (excepto Biette y su “teatro de las materias”) que esté tan cerca de un materialismo a la antigua. La fuerza de Oliveira está en tratar uno de los argumentos-tipo de la religión («producir un ángel en la plenitud del martirio») con la falta de pathos y la agudeza indiferente de un filósofo pagano. La pasión afecta a los cuerpos en su totalidad, y a cada una de las partes de los cuerpos en su totalidad, y a cada una de las partes de las partes de los cuerpos en su totalidad, etc. En su totalidad y de forma diferente. La ardiente incertidumbre de la pasión no tiene fin, y la muerte no está por encima de todo.
6.
La escena más bella de la película está cerca del final. Francisca está muerta, José Augusto ha ordenado la autopsia después de haber guardado su corazón en un frasco y el frasco en una capilla. Este órgano sangriento aterroriza a la criada. No se trata de un capricho vano. A este corazón- músculo, a este corazón efectivamente material, se le sigue haciendo la misma pregunta: ¿de qué será capaz? ¿Qué puede este objeto agostado? La respuesta la da el propio José Augusto: “Vivimos lacerados, buscando nuestros cuerpos esparcidos por toda la tierra. El vientre que quiere olvidar el pecado clama; el hígado que quiere aferrarse al lado derecho gime; y el corazón, partido en mil pedazos, se adentra en el más miserable de los callejones en busca de la sangre que lo moldeará”.
¿Qué puede el cine? Un anciano, uno de los grandes cineastas vivos, da su respuesta. Tal vez nos dice que el cine es como este cuerpo. Es preciso que se recomponga, órgano a órgano. Abajo el story board, abajo el museo. Viva el cine.
Serge Daney
Cahiers du Cinéma, # 330, diciembre de 1981, págs. 36-39.
Traducción de los textos: Javier Oliva