Samson and Delilah (1949)
Ciclo « Sobre un arte ignorado »
JUEVES 20 OCT / 19:00h
CINE LOS ÁNGELES - SANTANDER

SAMSON AND DELILAH (1949)
Sansón y Dalila
Director: Cecil B De Mille
Guión: Jesse Lasky Jr., Fredric M. Frank.
Argumento: la novela de Vladimir Jabotinsky
Fotografía: George Barnes (Color, 1:1,37)
Dirección artística: Hans Dreier y Walter Tyler
Montaje: Anne Bauchens
Música: Victor Young
Reparto: Victor Mature, Hedy Lamarr, George Sanders, Angela Lansbury, Henry Wilcoxon, Olive Deering, Russ Tamblyn, Fay Holden, Mike Mazurki
Productora: Paramount Pictures (EE.UU.)
Distribuidora: Paramount Pictures
Duración: 128’
Formato: 35mm
*La proyección contará con presentación a cargo de Javier Oliva
Cecil B. DeMille [Declaraciones en Présence du cinéma ]
“Desde hacía diez años venía pensando de vez en cuando en una de las mayores historias de amor de la historia de la literatura, la historia de Sansón y Dalila, que es también un conmovedor drama de la Fe. La había leído y releído en el “Libro de los Jueces”; pero siempre me detenía porque no llegaba a encontrar el hilo conductor que unía los diferentes episodios de la vida de Sansón, tal como lo relata la Biblia. Pero un día me encontré con una novela poco conocida de Vladimir Jabotinsky, “Judge and Fool”, y mi problema quedó resuelto. La Biblia relata la cólera de Sansón después de que su prometida haya sido entregada a otro por su padre, y su despectivo rechazo de la hermana mayor, que le ofrece a cambio. La Biblia no da el nombre de la hermana mayor. Jabotinsky sí: Dalila. Mediante este simple artificio, plausible y totalmente legítimo, la historia se convertía en un drama, más que en un relato. El relato responde a la pregunta: ¿cómo? El drama responde a la pregunta: ¿por qué? Desde el momento en que la hermana mayor, rechazada de forma humillante por Sansón, responde al nombre de Dalila, tiene un motivo para destruirlo, mucho más violento, más abrasador, que el dinero que le ofrecen los filisteos.
Yo no había hecho películas bíblicas desde King of Kings, ni de tema religioso desde The Sign of the Cross y The Crusades. Después de King of Kings había surgido una nueva generación de productores, y la mayor parte de ellos acogieron mi sugerencia acerca de Sansón y Dalila con una desconfianza que yo ya me esperaba. ¿Una historia bíblica para la generación de posguerra? ¿Invertir millones de dólares en una historia propia de una catequesis? Ya me esperaba este coro de quejas, así que pedí a Dan Groeseck que me dibujara a dos personajes: un atleta fuerte y musculoso que miraba con ojos a la vez fríos y seductores a una joven esbelta y fascinante. Los directivos venían dispuestos a salvarnos, a la Paramount y a mí, de un proyecto desastroso; yo los saludé, les pedí que se sentaran y les di el dibujo de Groesbeck.
– ¿Os convence esto –les dije– como motivo de una película?
Se entusiasmaron. ¡Eso era cine! Como de costumbre, un tipo conoce a una chica –¡y qué tipo, y qué chica!
– Esto, señores, es Sansón y Dalila.
– Ah, bueno, es ESTO a lo que usted se refería... Comprenda usted... Pensábamos que... pero esto es diferente... Esto está muy bien.
Se me ha acusado a menudo de salpimentar la Biblia con sexo y violencia. Solo me pregunto si mis acusadores han leído ciertos pasajes de la Biblia. Si los han leído, debe de haber sido a través de las deformaciones que se han acumulado durante siglos de formalidades entre nosotros y los seres de carne y hueso que han vivido y escrito la Biblia. Revistiendo a los hombres y mujeres de la Biblia con lo que creemos respetable, los hemos despojado con demasiada frecuencia de su humanidad. Y creo que al mismo tiempo los hemos despojado de su valor religioso. Si se nos hace recordar que Sansón fue presa del frenesí sexual, pero que volvió a tomar las riendas de sí mismo al quedar ciego, y que finalmente vio la luz, o si se nos hace recordar que Moisés tenía un temperamento violento y criminal, pero que lo dominó para unir a todo un pueblo y conducirlo a la libertad, lo mismo que si se nos recuerda que el miedo hacía sudar sangre al mismo Jesús, y sin embargo hizo frente a sus verdugos con la calma y la fuerza que da la voluntad divina, nos resulta menos fácil disculpar nuestros propios deseos, nuestros odios y nuestras flaquezas.
Para los papeles de Sansón y Dalila elegí a dos actores que representaban, para una gran parte del público, la esencia de la virilidad y de la belleza femenina: Victor Mature y Hedy Lamarr. La elección era arriesgada. Si se revelaba que mis actores no tenían nada que aportar al guion, más allá del aspecto viril de uno y la belleza de la otra, por muy perfectos que fueran, estaríamos dejando de lado el verdadero sentido de la película. Pero en cuanto vi los primeros positivados de la escena del molino, en la que Dalila se burla del sufrimiento de Sansón, y se da cuenta de que el hombre al que ha amado y traicionado es ahora ciego, comprendí, si es que no lo había comprendido antes, que el talento de Victor Mature y de Hedy Lamarr no estaba solo a flor de piel.
Hay en Sansón y Dalila una escena espectacular en la que Sansón ciego, después de haber rezado para que se le devolviera la fuerza, hace que el templo de los filisteos se desplome sobre ellos y su dios. Si la escena es espectacular, se debe al “Libro de los Jueces”, no a mí. Esta escena nos plantea un interesante problema de arquitectura: construir un templo que pudiera desplomarse completamente al caer dos de sus columnas. La Biblia no da ningún diseño; pero encontramos la descripción de un edificio de ese tipo y de un derrumbe de ese tipo en Plinio el Viejo, de modo que construimos el templo siguiendo las indicaciones de Plinio, pero teniendo en cuenta lo que exigía nuestra historia y las precauciones necesarias, así como las aportaciones de la técnica moderna.
Las escenas sensacionales de mis películas no son nunca gratuitas. Tomemos la muerte de Angela Lansbury, traspasada por una jabalina. Pienso que una muerte atroz como esta tiene su sentido porque nos muestra que eliminar una vida humana es una cosa horrible y ofensiva. El peligro es adoptar una actitud inconsciente, desenfadada, ante la muerte de otro. Los niños ven actualmente en la televisión un montón de pequeños westerns miserables que muestran a los vaqueros matando indios, y a la inversa. “¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!”, y caen tres hombres. Esto se muestra como algo de poca importancia, y así acabamos por considerar la muerte de otro como algo sin importancia.”
Cecil B. DeMille. Declaraciones recogidas en Présence du cinéma #24-25
(otoño de 1967).
Unos meses después de mi primer contacto con las obras de Abel Gance y de Eisenstein (del que luego encontraría detestable el esteticismo superficial y teatral de Iván el terrible y Que viva México), descubrí, en compañía de un compañero de instituto, a un cierto Cecil Blount DeMille. Un cine de los Campos Elíseos proyectaba Sansón y Dalila. Quede claro que estábamos llenos de las prevenciones habituales: DeMille, mercader de sopas bíblicas, Cecil B(illete) de mil, puerilidad monumental, sexo empapado en agua bendita, etc. Pese a todo, tuvimos suficiente curiosidad, y una experiencia ya bastante amplia acerca de los errores asentados, para sentir el deseo de formarnos nuestra propia opinión entrando en aquel templo oscuro.
Salimos casi con lágrimas en los ojos. La puerilidad era la inocencia sagrada de las primeras edades, incomprensible en tiempos de exhausta decadencia; el erotismo embaucador una sensualidad refinada de aristócrata: una crueldad medieval ligaba la sensualidad y la inocencia como en los tiempos de las catedrales y las flagelaciones. La sopa desprendía un aroma fuerte, especiado, el de los estofados del siglo XIV cuya receta nos llega hasta las fosas nasales en Taillevent y Le Ménagier de Paris. La fueza intacta y simple de las pasiones cuyo agotamiento ya lamentaba Stendhal, buscando sus huellas en la Italia de los condottieros, se desplegaba en planos ricos de intimidad y de color, como las iluminaciones de los manuscritos medievales.
Tuve el deseo de avanzar en el conocimiento de Cecil B. Vi varias de sus películas de diferentes periodos, mudo, hablado, comedias de parejas, melodramas, westerns, películas históricas y bíblicas, y me lancé sobre su Autobiografía, verdadera novela de aventuras. A partir de todo ello saqué un libro destinado a colmar una laguna inconcebible en la literatura cinematográfica francesa, libro que apareció por primera vez en 1968 en la editorial Seghers, en su famosa colección “Cinéma d'aujourd'hui” (Cine de hoy), de Pierre Lherminier. Ahora circula en edición de bolsillo. Allí relato, por supuesto, la fundación de Hollywood, y la profunda influencia con que DeMille ha marcado el nacimiento y desarrollo del cine al otro lado del Atlántico. Miseria de la crítica: un libro sobre DeMille, treinta y ocho sobre Godard.
Michel Mourlet: Sur un art ignoré. La mise en scène comme langage.
Ed. Ramsay, 2008

Un cineasta íntimo (The Ten Commandments, de Cecil B. DeMille)
“Tus cabellos como manada de cabras
Que se recuestan en las laderas de Galaad.
Tus dientes como manadas de ovejas trasquiladas,
Que suben del lavadero.”
Cantar de los Cantares, 4, 1-2
Érase una vez un viejo caballero del Santo Sepulcro. Era un imbécil grandioso, que amaba el cartón-piedra que se desmorona y sobre todo los billetes de banco. Tantos millones de dólares por tantos versículos traducidos en imágenes para uso de analfabetos… En resumen, ni siquiera imaginábamos un punto de unión entre Cecil B. DeMille y el séptimo arte. Los críticos disfrutaban afilando sus plumas, y ni siquiera los más avisados dejaron de mirar por encima del hombro su grandilocuencia primaria que sazonaba la Biblia según las recetas tradicionales de las superproducciones.
Y sin embargo, un día en que no teníamos nada mejor que hacer, algunos amigos entramos en un cine de los Campos Elíseos que exhibía Sansón y Dalila. Desde las primeras imágenes, abrimos unos ojos como platos. Un lirismo, una frescura, una limpidez sin igual para nosotros se abría en la pantalla. Para este relato simple y trágico, desde la paz de los campos y la siembra a la cólera del Eterno, el narrador recuperaba el tono bíblico con una naturalidad juvenil. Hedy Lamarr subida con negligencia en lo alto de un muro, Hedy Lamarr haciendo brillar los ornamentos de una bandeja demasiado próxima a su rostro, su expresión cuando descubre la ceguera de Sansón: no podíamos esperar tales maravillas de un destajista sin talento. Y desde luego la idea capital es haber hecho de Dalila el personaje central, mediante esta infracción a la literalidad: Dalila realmente enamorada de Sansón. Mientras que la Biblia no menciona ningún amor, sino solo una traición interesada, y reduce así a Dalila a un papel instrumental, la película nos presentaba a una pantera enamorada que se venga de los desdenes de su héroe entregándolo a los filisteos, y siente a continuación un remordimiento acuciante. Había incluso un contraste singular entre el espesor vital, la complejidad de su personaje, y la falta de densidad de los demás protagonistas: el centro de interés se encontraba totalmente desplazado de Sansón y la causa de la independencia danita, hacia Dalila y los extravíos del amor.
Los diez mandamientos demuestra, ¡ay!, hasta qué punto DeMille acertó al modificar el relato del libro de los Jueces. En esta última película, en que se han respetado más las situaciones y los acontecimientos exteriores, es decir, en la que las escena íntimas de pura invención han sido sacrificadas en beneficio del gran espectáculo literal, solo salen a flote una media hora o tres cuartos de hora, partículas roídas por las columnas de fuego, las nieblas reptantes, los arbustos fluorescentes y todas las cucharadas de azúcar, farsas y astracanadas del Padre Cecil B. La simplicidad naíf que nos encantaba en Sansón y Dalila aparece reemplazada aquí por una agresiva y desoladora puerilidad. Lo que era válido en Sansón: la obertura con el globo rodeado de nubes, la lucha de Sansón con el león, fracasa una y otra vez en Los diez mandamientos. El cruce del mar Rojo se parece a Walt Disney, con personajes reales insertados en un dibujo animado.
Quedan, decíamos, las escenas íntimas. A través de ellas, vuelven al relato, no tanto el espíritu, no tanto la enseñanza de la Bíblia, sino la atmósfera, la poesía bíblicas, irremediablemente ahuyentadas cuando se nos muestra con la precisión destructiva de la fotografía lo que el lenguaje sugiere. DeMille da su verdadera talla, que no es ciertamente grandiosa, sino de una serena simplicidad en los planos de reposo, fuerte y patética en los planos de tensión. La puesta en escena, extremadamente primitiva, se basta con un mínimo de invención gestual, pero siempre justa, y los rostros no carecen de profundidad. Se ha hablado de barroco a propósito de DeMille, y es exacto por lo que hay de detestable en su obra. Pero su verdad se encuentra más cerca de un clasicismo proveniente de Griffith que en la caricatura de Gance que nos propone como la mejor imagen de sí mismo.
Michel Mourlet: Sur un art ignoré. La mise en scène comme langage.
Ed. Ramsay, 2008
Homenaje a Cecil B. DeMille
Agradezcamos a la Cinemateca la feliz iniciativa de un homenaje al cineasta desaparecido, que nos ha permitido descubrir una de sus mejores películas, The Godless Girl, y las bellezas dispersas de Cleopatra o de El signo de la cruz. Se sabe que un prejuicio tenaz, debido a la ignorancia y a la ceguera de los intelectuales respecto a la puesta en escena, mantiene a DeMille en los límites de su pensamiento, como si el cine estuviera hecho con ideas sobre el orden social o la existencia de Dios. La verdad es que, en el interior de un sistema naíf que estructura los guiones y orienta los diálogos, se ordena un universo ciertamente limitado y a veces sin valor, pero del que ciertas alegrías bastan para situar a su creador en la línea de Griffith. Ciertas escenas campestres de The Godless Girl tienen la misma frescura luminosa que –digamos– Isn’t Life Wonderful, cualidad de la que Allan Dwan es hoy el último poseedor, y que se revela como una armonía entre cuerpos jóvenes, un cielo límpido y una profusión de flores. El arte de DeMille es el más alejado de la exigencia y el dominio de la inspiración. Nace espontáneamente de un lugar a otro, formando fascinantes o patéticos oasis en medio de un desierto no irritante, negativo, cerrado, como ciertas puestas en escena pretenciosas; un desierto que es solo el cine en grado cero, terreno virgen en el que todo puede eclosionar, incluso la gracia. De ahí que este itinerario nunca descarriado pueda pasar por Las cruzadas, de una estupidez desoladora, y por Sansón y Dalila, que en sus mejores momentos sigue formando parte de la infancia eterna de un arte al que otros han hecho madurar, sin duda, y abierto a horizontes más amplios; pero la infancia del arte no tiene tanta amplitud. DeMille ni siquiera sabía construir un espacio; la disposición de los volúmenes y su captación, unidas a la mala calidad constante de la fotografía, hacen de sus planos, demasiado a menudo, una pintura plana. Pero en suma, ¿por qué a DeMille debía preocuparle el espacio? Un hombre y una mujer desvestidos a la antigua, palmeras que se balancean, una pasión simple, le bastan para instaurar, en el orden de los gestos, un equivalente de los frescos egipcios, carentes de perspectiva, pero no de alma.
Michel Mourlet: Sur un art ignoré. La mise en scène comme langage.
Ed. Ramsay, 2008
Sansón y Dalila
Con regularidad, desde 1959, un templo se desploma, una multitud es aplastada en transparencia y el dios Dagón comprende que, en comparación con el Dios de los judíos, no vale una higa. Con regularidad, George Sanders hace con desdén un brindis fúnebre para Dalila, mientras que el otro forzudo jadea en medio de sus columnas. Con regularidad, Sansón y Dalila, producida, dirigida y comentada por Cecil B. DeMille reaparece en las pantallas durante el verano. Con regularidad, los que pensaban ir a reírse un poco salen conmovidos. Y tiene razón, es una bella película, no hay que despreciarla, ni perdérsela.
Como todos los grandes emprendedores del espectáculo puritanos, Cecil B. sabe bastante del espectador, y de lo que piensa en el fondo ese cerdo que paga una entrada. Sabe que Victor Mature es la fiereza en persona, que Hedy Lamarr es una fulana monótona, que son actores penosos. No importa: esa mirada fiera enceguecerá y la fulana se convertirá en una santa (aunque en la historia bíblica, Jueces, 16, 20, no es así). ¿El templo es un pastiche? Se lo hace caer con un empujón diciendo que ha sido Yahvé. ¿Las danzas paganas son pésimas, el pueblo filisteo filisteo, el “saran” demasiado cínico? Pues bien, serán aplastados por los bloques de cartón-piedra. En Sansón y Dalila hay, como en todas las películas de Cecil B. DeMille, una moral del espectáculo. La gloria de Dios se celebra mediante el sacrificio del pastiche. Pero el amor por el pastiche es más importante. Más concreto, en todo caso.
Este pastiche es extraño. DeMille no estilizaba. Su cine es muy arqueológico. La sandalia del último centurión parece auténtica, o por lo menos creíble. Las imágenes de DeMille están hechas para ser miradas como las incisiones de un libro cuyas páginas son hojeadas por un dedo húmedo y preciso, con efectos escénicos y reminiscencias griffihianas conmovedoras. Todo es exacto, pero nada es verdadero. Y por eso la película nos conmueve.
Estamos en 1949. ¿Queréis ver cómo una dependienta de unos grandes almacenes que vende perfumes le hace ojitos al jefe de sección? Mirad a Angela Lansbury en el papel imposible de la frívola Samadar. ¿Un forzudo italoamericano, como los carniceros de Chicago, que se dobla bajo los cuartos de una res pensando en una gloriosa revancha en el ring? Mirad a Victor Mature-Sansón. ¿Una descerebrada de campus, una auténtica petarda? Hedy Lamarr, naturalmente. Todos tan americanos que dan ganas de vomitar, dan mareos, conmueven, dan risa. Huelen a Coca Cola, a perrito caliente, a temor de Dios, a elegancia de supermercado. Están vestidos bíblicamente (¡por Edith Head, Gile Steele, Dorothy Jenkins, Gwen Kaekling, Elois Jenssen!). ¿Y qué? Dios también ama a América, la segunda tierra santa, la ama por sus pecados, por su buena voluntad al confesarlos, por su gusto por el circo y la pornografía moralizante. Por su parte, ese viejo reaccionario de DeMille amó mucho a Dios.
Las películas buenas son siempre documentales sobre sus materiales de partida. Por eso envejecen mejor. Las películas de DeMille envejecen muy bien. Sansón y Dalila no es la mejor (prefiero la anterior, Los inconquistables, y la siguiente, El mayor espectáculo del mundo). Pero no hay que creer, por lo dicho hasta aquí, que sea una película para ver con distancia e ironía. Como cualquier otra película, un DeMille no gana nada al verse así. DeMille, un auténtico perverso, no es un listillo. Le interesa la estupidez de la creencia, no la tontería de los que tienen miedo de ser estúpidos. Uno entra en el cine muy desapegado, y sale conmovido. La película va pasando de un cuadro de costumbres psicológico no demasiado convincente a una descripción abstracta, estructural, del deseo. Cada vez más rápido.
Y cuando DeMille habla de amor (contrariamente al relato bíblico, Sansón y Dalila al final se aman mucho y mueren por ello), es como Duras, carece de restricciones. ¿Un ejemplo? Cuando Dalila, que ha cometido todas esas infamias solo para complacerse en el espectáculo de Sansón encadenado, comprende que lo han cegado y que girará la rueda sin verla, que pasará a unos pasos de ella sin atisbar su presencia, hay que ver cómo en un único plano la cara melindrosa de la fulana se transforma en el mohín de una niña que llora de miedo y desilusión.
Hay que hacerse a la idea de que nunca nos libraremos fácilmente de DeMille.
Serge Daney. Libération, 4.08.1982. Recogido en: Ciné journal 1.
Cahiers du cinéma, 1998
El “peplum”
Un prejuicio tenaz que debe ser erradicado es que el cine se divide en géneros: dramas, testimonios sociales, comedias psicológicas, epopeyas guerreras, policíacas, de aventuras, reconstrucciones históricas, fábulas, westerns, más o menos honorables según la ambición aparente que los anima. Por tomar un ejemplo, nunca un cortometraje de ficción pura ha sido premiado por los jurados que se dedican a esta forma elíptica de relato, cuya dificultad –comparable a la de la novela corta– podría aportar, no obstante, un criterio de apreciación. Por el contrario, cualquiera que debute y desee verse ganar premios u otras recompensas más sustanciales, y aunque su objetivo sea convertirse en realizador de largometrajes, es decir, narrador de ficción, no puede escapar a la fatalidad de documentar la historia del arte, lanzar requisitorias contra un malvado Blanco o hacer bosquejos de vanguardia, que se perpetúa obstinada, sin comprender las leyes naturales de la pantalla, desde 1920. Igualmente, hay que notar que ningún festival internacional, salvo error u omisión, ha premiado nunca una fantasía histórica, un western, o una película policíaca[1]. En fin, la crítica, de periódicos, semanarios o revistas, si se exceptúa lo que se ha convenido en llamar la “crítica joven” y algunos antecesores que le siguen el paso, quizá a contratiempo, es generalmente unánime sobre la escala de valores que conviene aplicar a las diversas producciones de nuestro arte. Síntoma revelador de este estado de espíritu es la expresión “antigualla”, lanzada por la pluma poco avisada de un columnista a propósito del tipo de películas que este mes viene a ilustrar Messalina. Bajo esta fórmula rápida, es fácil leer en filigrana toda una cultura literaria tradicional, que se aplica sin consideración a un arte cuya brutal novedad produce desconcierto. Incapaz de orientarse en la trama de los gestos, en el universo del movimiento, es decir, de la acción, el intelectual despectivo traiciona su desconocimiento del mundo. Sustituye la intuición inmediata de la verdad (de un gesto, una mirada, un silencio, un grito) por un sistema de apreciación fundado en criterios académicos de “tema” (el famoso tema, noble o vulgar, de los artistas académicos, contra el que siempre se ha alzado todo lo que hay de vivo en la historia de las artes). Por un reflejo involuntario, incluso, no puede ver un peplum o las columnas de un palacio sin adoptar la actitud de superioridad sarcástica del historiador que sabe lo que vale el cartón-piedra. Su falta de libertad respecto al espectáculo es tal que se revela incapaz de distinguir, entre película y película, el dominio o falta de dominio del cineasta sobre los actores y el decorado, más allá de las inevitables sujeciones a una infraestructura financiera que no hay que descuidar.
El automatismo evidente que asocia un sufijo despectivo a “antiguo”, como el que empareja “economista” y “distinguido”, no deja muchas esperanzas a una facultad crítica a la que lo mínimo que se puede pedir es que se ejerza fuera de todo automatismo del pensamiento. La excursión más breve fuera de las categorías preestablecidas permitiría a los hombres de pluma que “se interesan por el cine” reconocer que no hay ninguna razón a priori para que un cineasta de talento deje de tenerlo bruscamente cuando trabaja con actores que llevan trajes de época. ¿ No es uno de los fundamentos del humanismo que las pasiones se inflaman de manera idéntica con toga o con traje moderno, en la Acrópolis o en Montmartre? De hecho, los mayores cinestas, Fritz Lang con Moonfleet, Joseph Losey con The Gipsy and the Gentleman, Raoul Walsh con, entre otras, The World in his Arms, Captain Horatio Hornblower o Esther and the King, Mizoguchi con los relatos de la tradición japonesa, se han visto impulsados a filmar películas de trajes de época, cuyo éxito se apoya en la razón simple de que corresponden al deseo profundo del espectador de escapar de su espacio y de su tiempo. En efecto, la virtud dramática, o dicho de otra manera, la creencia en la realidad del espectáculo, es tanto más fuerte cuanto más se saca al espectador de su presente particular, por una dilatación de sus virtualidades pasionales. El trayecto mismo del cine consiste en esta acción de sacar fuera, y está claro que se acentúa, o al menos se confirma, mediante la distancia del tiempo y del lugar. Si la aventura, si ciertas pasiones, ciertos crímenes, ciertos excesos, ciertas formas de lujo y de nobleza han llegado a ser casi impracticables en nuestra época, con tanta mayor intensidad los siente el espectador como necesarios. Pero no podrá conocer esta voluptuosidad más que en un mundo verosímil, y por tanto fuera de su época. De ahí las “superproducciones” de las que Cecil B. DeMille, después de Griffith, fue uno de los pioneros, con ese conocimiento intuitivo y directo de los caminos esenciales y directos del cine que siempre han demostrado los americanos. El signo de la Cruz, Sansón y Dalila, se cuentan entre las obras estimables que nuestros pequeños sorbonícolas despreciaron en su tiempo en beneficio de las grotescas elucubraciones de Wiene, L’Herbier o Germaine Dulac, igual que ignoran en la actualidad The Adventures of Hajji Baba, Le legioni di Cleopatra o Messalina, en beneficio de los Bergman, Kazan, Resnais, cuya falta de naturalidad sorprenderá a la filmoteca antes de que pasen diez años. Es verdad que tal transmutación de los valores establecidos es difícil de exigir con demasiada rapidez, pues lo propio de los intelectuales no es, ¡ay!, la libertad de espíritu.
Michel Mourlet: Sur un art ignoré. La mise en scène comme langage.
Ed. Ramsay, 2008.
[1]Escrito en 1962.

Traducción de textos: Javier Oliva